Ganar

Felipe González Gil
9 min readApr 24, 2016

Cuando tenía 15 años tuve que dejar el deporte que amaba. El balonmano. Mi padre había sido entrenador de División de Honor y desde muy pequeños en casa se nos había inculcado a mi hermano y a mi muchos valores asociados al deporte. Algunos de los que suelen usarse para defender la impoluta nobleza de la práctica deportiva: esfuerzo, disciplina, entrega, generosidad y compromiso con el compañero…pero también otro de los que no está tan bien visto en ocasiones: ganar.

Ganar no es como muchas personas piensan una meta unívoca a la que se llega siempre de la misma manera. Hay miles de maneras de ganar. Se puede ganar perdiendo. Se puede perder ganando. Se puede ganar con malas artes. Se puede ganar justamente O ganar inesperadamente. No todas las personas a las que nos gusta ganar somos capaces de vender a nuestro propio hermano con tal de ganar. Es más, salvo contadas excepciones, no hay quién gane que no tenga un largo historial de derrotas.

Eso fue justo lo que me ocurrió a mi cuando dejé el balonmano y pasé a jugar al fútbol. Pasé de ser máximo goleador y líder de un equipo que aspiraba a ganar el campeonato de Canarias a ser uno más. De hecho, en fútbol siempre he sido bastante mediocre: buena visión de juego y grandes pases, sí. Pero poca potencia en el disparo, dificultades para controlar el mítico balón Mikasa en los campos de tierra de Tenerife y demasiado buena persona con el rival…

El tiempo pasó y como en mi familia, además del deporte, pesaban otras cosas. Me fui a estudiar a Sevilla y dejando el deporte en un lugar más discreto. Nunca he dejado de practicarlo pero ya nunca sería con tanta pasión y constancia como cuando tuve entre 13 y 18 años. Curiosamente, el balonmano nunca volví a jugarlo. Pero sí he competido a nivel amateur en fútbol sala (tanto en ligas universitarias como en ligas municipales), fútbol 11 (llegando a jugar en el club de La Oliva pero también en numerosos equipos amateurs formados por Peñas del Betis y del Sevilla), tenis (jugando también ligas universitarias, una liga de amigosdeltenis.es en Sevilla), he llegado a correr alguna carrera popular (sin llegar a convertirme en los tan de moda runners ;) e incluso he aprendido a jugar al golf . Y en los últimos tiempo, Padel.

Mi amor por el tenis me hacía detestar el padel. A priori lo consideraba un deporte pijo (a pesar de que en lugares como Argentina sea un deporte popular con una larga trayectoria). Y sobre todo, cada vez que lo jugaba tenía la sensación de que no me podía vaciar fisicamente. La sensación de correr hacía una bola que no llega cuando juegas al tenis y golpearla bien no era comparable con el absurdo que se siente cuando empiezas a jugar al padel y compruebas que en vez de correr hacía atrás por una buena bola del contrincante…¡tienes que correr hacia delante!

Al final el padel también se ha hecho popular en España. Los motivos serán múltiples y variados, pero dos de ellos son esenciales: no necesitas una condición física extraordinaria para practicarlo y es un deporte donde pueden competir en igualdad de condiciones jóvenes y mayores.

El caso es que la vida me ha arrastrado hacia el padel y como no soporto correr en una cinta de gimnasio, he dedicado bastantes horas de los últimos años a jugarlo. En nuestro modesto pero cuqui gimnasio de La Rosaleda en Sevilla jugar es bastante barato (2 euros por persona la hora y media, sin luz; es parte del hecho de que sea una concesión pública de gestión privada, un modelo de moda en los últimos años en nuestro país). Y con el boom de este deporte han proliferado pistas públicas y privadas por todas partes. Al final, practicar un deporte también depende de que tengas unas instalaciones cerca de casa.

Pero en todos estos años y en mi vida no deportiva me he convertido en un perdedor. Dueño de una empresa con deudas. Incapaz de ganar más de 800 euros al mes ni de cobrarlos con regularidad. Viviendo en un piso en un modesto barrio de la Macarena en Sevilla donde de vez en cuando apesta a cañerías porque el edificio es antiquísimo…en fin, no me siento culpable por ello porque he trabajado y sigo trabajando muy duro para salir de esta situación y porque hay cosas que lo compensan como tener una hija maravillosa de dos años y medio.

Sé que muchas de las personas que tengo cerca pensarán: “¡Pero esa es la verdadera victoria!”…Sí, pero no lo es cuando te crías en una cultura donde esperas conseguir lo mejor: esperas ganar. Y es aquí donde hay que puntualizar que ganar no es ni siquiera algo material. No aspiro, como cuando tenía 18 años y era un niñato de identidad dispersa, a tener un Audi TT. No, mi referente no es Cristiano Ronaldo. Ganar es a veces ser feliz con lo que uno hace y tener unas condiciones razonablemente dignas. Y asumamos esto: España es portadora de una generación de jóvenes preparadísimos (como yo) que hemos dejado de ser jóvenes y “no nos ganamos la vida”. Ganarse la vida. Pues no. Somos unos perdedores. E insisto: no me siento culpable por ello. Pero es lo que hay. O si no, pregúntenle a ese sociólogo que está trabajando en un McDonalds o a ese filólogo que vive con 35 años en casa de su abuela, a ver qué le dice sobre cómo se siente. Derrotados.

Así que la vida nos ha arrastrado hacia un lugar donde no solemos ya ganar. Y además, va pasando el tiempo y te das cuenta de que el relato del esfuerzo y el sacrificio no son suficientes en un ecosistema en el que no basta con eso para salir adelante dignamente. Esto no es una película de Hollywood donde uno se salva porque lucha por ello. Puede que luchar no sea suficiente. Por eso hoy, y este es probablemente el prólogo más largo de la historia, quiero compartir un relato sobre una victoria. A muchos les parecerá una chorrada. Y de hecho lo es dado que no he conseguido un trabajo que no sea precario ni he logrado la paz en el mundo. Fue una mísera pero placentera victoria en un desconocido torneo de Padel.

Como decía, en el gimnasio al que voy (e insisto, que nadie me imagine levantando pesas o corriendo en una cinta porque desgraciadamente no lo hago nunca) hay 5 pistas de padel. Se ha generado en los últimos años una comunidad que se auto-organiza para desarrollar una liga. Yo juego esa liga con mi suegro. Como comprenderéis y más allá de los estereotipos asociados por defecto a los suegros (o a los yernos), me apunté por el enganche de la competición y por garantizar una cierta regularidad haciendo deporte.

El torneo se divide en dos fases de liguillas (formada por unos 8 grupos de 4 o 5 parejas cada uno) y luego una fase de eliminación que tiene un cuadro principal y un cuadro de consolación. Nosotros fuimos eliminados en 16avos del cuadro principal y nos fuimos directos al cuadro de consolación (que es donde juegan los perdedores, por otra parte, jajaja). Tras ganar 2 partidos, nos plantamos en semifinales. Nos enfrentábamos a una pareja que todo el mundo asumía que ganaría el premio de consolación. Pero en un partido extraordinario tras ganar 7–6 (levantando 5 bolas de set) y 7–5, nos plantamos en la final de consolación.

Los días previos al partido nos comunicaron que la otra pareja tenía un problema y debían buscar un sustituto para uno de los miembros. Es algo que, al ser una liga amateur, está establecido por el reglamento que hay pactado. Pero claro, esto abría toda clase de especulaciones sobre el nivel de la pareja sustituta. El caso es que finalmente nuestros rivales serían Sergio y Enrique, sustituto de Pablo. Los conocía un poco a ambos y sabían que eran jugadores correosos. Pero ningún portento técnico.

Nosotros en cambio somos una pareja muy extraña. No es ya que seamos suegro y yerno. Es que él se mueve poco y no le gusta subir a la red. Yo me muevo mucho y siempre quiero subir. A él le gusta atacar desde atrás. A mi defender. Él es más técnico y más paciente. Yo soy impaciente y poco fino para cierto tipo de golpes.

Por fin llegó el día del partido y recuerdo esas sensaciones que hacía tanto que no tenía…Sí, era un torneo desconocido, en una ciudad desconocida. No iba a cambiar mi vida…pero era la oportunidad de volver a ganar. De sentir que tras un proceso determinado podía tener la satisfacción de decir: “he conseguido tal el objetivo; he ganado algo”. Además, como cuando tenía 15 años, el partido era por la mañana por lo que debía levantarme temprano, desayunar bien y prepararme para jugar (todo esto no sería posible obviamente sin la cobertura de mi pareja, la cuál se encarga de cuidar de nuestra hija para que yo pueda sentirme deportista de élite por unas horas).

El partido empezó bien. Ganamos el primer set con cierta comodidad por 6–3. Pero justo al final de ese set, a Carlos le dio un pinchazo en el gemelo. No fue cualquier cosa, realmente no podía andar. Él es médico y generalmente pocos dolores le hacen renunciar a jugar al padel. Pero en esta ocasión se dio cuenta de que debía ser cauto. Preguntamos a la otra pareja si tenía inconveniente en que Carlos fuera sustituido. Se mostraron dubitativos. Consultamos a la gente de la organización y fue tajante: no era posible. Si Carlos abandonaba, perdíamos.

Lo sensato era abandonar. Y como decía antes: pocas personas quieren ganar a cualquier precio. Yo tenía claro que un torneo de mierda (¡en su fase de consolación!) no merecían una lesión (que todo apuntaba a rotura fibrilar, y para los no iniciados: en caliente no notas nada, pero si sigues forzando el músculo una vez se ha roto, la rotura puede hacerse más y más grande y por tanto agravar la lesión). Pero Carlos se empeñó en seguir.

La pareja contraria decidió establecer como estrategia tirarle bolas a Carlos. Como no se podía mover, perdimos el segundo set 2–6. Tenía clarísimo que íbamos a perder. Y de hecho le pedí a Carlos que parásemos en ese momento (y perdiéramos) porque estaba siendo muy frustrante. Apenas estaba jugando, la mayor parte de bolas iban para él y yo poco podía hacer. Pero entonces a Carlos se le ocurrió algo. Normalmente nosotros jugamos a la australiana. Me propuso que nos cambiáramos. Eso haría que él no tuviera que desplazarse hacia su posición cuando sacase desde el lado del iguales. Nos obligaba a jugar distinto de cómo jugamos pero…¿por qué no?

Justo ahí recuerdo visualizar una de las escenas que más me gustan de la historia del cine para representar el camino hacia la victoria. Es de la película “Un domingo cualquiera”. Al Pacino interpreta a un entrenador que les cuenta a sus jugadores que un deporte de equipo se basa en estar dispuesto a morir por ganar una pulgada de terreno. Y que además hay que hacerlo por el compañero que tienes al lado. Sí, es un relato épico y muy masculino de la victoria. Sí, se usa por parte de vendemotos motivadores y coachs. Pero si veis la escena y habéis hecho deporte, es complicado que no os remita a un imaginario emocionante y conocido.

Así que yo me repetía a mi mismo: si hemos llegado hasta aquí, voy a darlo todo por cada pulgada. Hay un punto en el que estás compitiendo que si estás realmente concentrado no creo que haya mucha distinción entre la final de un Mundial o un torneo de barrio. Quiero decir, obviamente la repercusión es distinta. Pero me refiero a lo que está sintiendo la persona que compite. La concentración. La respiración. La determinación. Así que me concentré mucho y empezamos el tercer set.

El partido fue muy parejo hasta que llegamos al 3–3. Pero yo notaba que ellos estaban extrañados de no haber cerrado el partido antes. De hecho, con 2–1 para ellos tuvieron 3 bolas de break y las desaprovecharon. A partir de ahí soy incapaz de describir lo que ocurrió. Carlos, sin apenas moverse, tiraba globos o zambombazos que entraban siempre. Yo empecé a cogerlo todo. Voleas, remates fuertes, dejadas. Fue de esos momentos donde entra todo. Y ganamos 6–3 el set sin apenas lugar a que la pareja contraría hiciera siquiera un punto.

Eso fue el 31 de Enero. Prometí a uno de mis mejores amigos que haría un relato sobre lo sucedido. Al final, lo que debía ser un breve resumen de un modesto partido de padel en un desconocido torneo…ha terminado convirtiéndose en un relato sobre derrotas y victorias. Pero así es la vida y tampoco podemos escapar a nuestra identidad. La mía está hecha de relatos sobre ganar y perder. Y mi vida de perdedor sigue más o menos igual…Pero aquel día me sirvió para recordar una cosa muy importante: mientras quede partido, se puede ganar.

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