Chos, shit

Felipe González Gil
8 min readMay 16, 2021
Las tierras de Chos y Shit unidas por la panza de burro

Primera parte: mi primera patria
Nací en La Laguna, en Tenerife. Me crié cerca de Los Campitos, donde fui a un cole público, me inicié en el balonmano y tuve mis primeras amistades. Durante la mayor parte de mi adolescencia cultivé un cierto rechazo por el ‘orgullo canario’. Tenía motivos.

Aunque ambos tuvieron sus trabajos alimenticios y menos lustrosos, mi padre y mi madre tuvieron la suerte de dedicarse varios años a actividades que implicaban viajar y conocer gente de otros sitios. Una fue el balonmano y la otra la fotografía artística.

Con el balonmano, mi padre fue entrenador en División de Honor del equipo de Santa Cruz de Tenerife: el 3 de Mayo. Al margen de los valores intrínsecos del deporte en sí (compañerismo, aprender a perder y a ganar, etc.) la suerte de poder conocer deportistas de otros lugares y de viajar a otras ciudades estoy seguro de que afectaron de alguna manera a mi cosmovisión.

En el mundo de la fotografía era más evidente esa apertura. Por lo general la función de mis padres era la de traer a Tenerife la obra de fotógrafos de fuera, para así ampliar las miradas de los artistas locales y así servir como espacio de aprendizaje. En una ocasión se formó un gran revuelo porque programaron a un fotógrafo catalán que algunos críticos locales denominaron como mentiroso y farsante. Era Joan Fontcuberta.

En mi casa no se vivía con simpatía la construcción de un relato ‘nacionalista’ o de una cierta singularidad vinculada a la ‘identidad ganaria’. Tampoco sucedía con ‘lo español’. La idiosincracia canaria no se explayaba en mi familia a través de banderas o grandes proclamas sino que se colaba en mi casa o en la de mi abuela materna a través de palabras que forman parte de mi imaginario: fisquito, chacho, agüita…Y luego estaba el gofio.

Si tuviera que definirme defensor de un país ese sería el del gofio. A pesar de que el día de Canarias nunca fui capaz de llevar una pella en condiciones (o estaba blanda como una bosta o seca como un polvorón caducado) el gofio formó parte esencial de mis desayunos hasta que dejé la isla para irme a estudiar a Sevilla.

De hecho, en alguno de los 9 meses que he tardado en publicar este texto, algún paquetito con 2kg de gofio viajó desde el molino del barrio de la Salud hasta mi casa en Sevilla. Quiero compartir ese legado con mis hijas.

Segunda parte: Panza de Burro.

Me regalaron el libro en mitad de la desescalada. La verdad, no sabía nada de Andrea Abreu ni de Panza de Burro hasta ese momento. La conexión que había entre quienes pensaron que el libro podía gustarme y yo era algo como: “está muy bien” y “la autora es de Tenerife, como tú”. Lo que casi nadie sabe (porque es una de esas vergüenzas de las que se esconden) es lo que me cuesta leer ficción. Mi cerebro activa el “elige tu propia aventura” y tiendo a imaginar alternativas a una historia mientras la leo. Mal lector, supongo.

El verano llegó y tuvimos la suerte de poder movernos de Sevilla. Eché el libro junto con otro que me había regalado Lucas: The city and the city (de China Miéville). Me lo dio en inglés: no sé si en venganza por algo que le dije, porque sabe que tengo que mejorar mi inglés de planeta de Agostini o simplemente porque sabía que me gustaría. Así que ahí iba yo: en un verano atípico, exhaustos de crianza, a desplazarme hacia un lugar donde había una promesa tramposa de distensión. Los veranos con niñas dan mucho trabajo, cabesa.

Además, con lo que me cuesta leer, con…¿dos libros? Dos novelas. Y con un dolor de estómago por no poder ver a mis padres, a mis tíos, primos y a mi abuela (que no se han movido de las islas). Y muchos momentos de fragilidad emocional. No me extraña que el colón se me irrite.

Tercera parte: Andrea Abreu en Sevilla.

Leí el libro en Ronda. Pasamos nuestros únicos días de vacaciones lejos de nuestra familia extremeño-sevillana allí. Alquilamos un chollo en mitad del campo durante 5 días. Me había terminado a machetazos de lectura (e ignorando muchas de las palabras cuyo significado nunca conoceré) del libro de Miéville. Me sentía con fuerzas para leerme Panza de Burro. No tardé ni 3 días.

Me encantó. No hubo mucho “elige tu propia aventura”. Leía deprisa a la vez que disfrutaba mucho de lo que estaba leyendo. Me sentía reconocido en algunas cosas de esa bonita y tensa amistad a la vez que había entre Isora y la protagonista. Recordaba sensaciones parecidas de amigos a los que admiré y a quienes quería parecerme cuando era pequeño. Pero sobre todo, era capaz de imaginar con nitidez lugares donde sucedía la historia. Y me encantaba estar leyendo una historia del Tenerife que todos conocemos y a la vez, tan poco parece representarse. El paraíso de mentira, que denuncia elegantemente la propia Andrea.

Ella vino a Sevilla a presentar su libro (porque la editorial que lo publica está ubicada aquí). Fui con Lucas y era el primer evento cultural al que acudía después del inicio de la pandemia (for real) y obviando una presentación y una moderación posterior del debate con Berta Dávila un poco rara, su cerebro fluye como la historia que fue capaz de contar.

Andrea contó que se ha topado con frente normativos que la han asediado tras la publicación del libro: por un lado, los defensores del castellano culto y correcto que no habrán aceptado que en el libro aparezcan palabras canarias que están impresas tal y como se dicen: sin comillas, sin glosario, sin explicaciones. Una decisión política que defendió. Lo que no esperaba y contó durante la presentación es que además también ha habido defensores del ‘canario culto’ que han cuestionado que eso que ella escribía fuera ‘correcto’.

No soy un experto en nacionalismos ni en proselitismos lingüísticos pero creo que es evidente que uno de los logros más evidentes de la novela de Andrea es el de poner una pica en la defensa de un lenguaje que no se somete a las normas. Lo que me resulta curioso es que si bien algunos medios y críticos acogieron con amabilidad esta defensa de expresiones locales canarias sin necesidad de glosarios ni entrecomillados, mi sensación es que algo menos se ha comentado sobre el uso de palabras anglófonas.

De hecho, gran parte de la exhaustiva gira a la que se ha visto sometida Andrea (de la que ella se ha desahogado en más de una ocasión públicamente), el reclamo que se usaba era la palabra “shit”. Y aunque es cierto que el marketing nos sigue tirando paracaídas llenos de palabras tales como CEO, coaching o mindfulness y eso suele devenir en la defensa de la riqueza de nuestro idioma, creo que hay algo interesante en ese sentido en la novela de Andrea y que me atrevería a decir que es generacional.

Lucas me ayudó con el concepto: bastardo. Recordé que durante años me gustaba bucear en las canciones que hay en Youtube o Soundcloud bajo la etiqueta bastard pop. Lo que hay son remezclas, mashups, versiones…Y en lo absurdo de llamarlo bastardo por alejarse de los cánones considerados como normativos. ¿Cuántos experimentos culturales no han nacido precisamente del ensamblaje de códigos y narrativas? No hay más que recordar el documental “Everything is a remix” para entender que la forma en que está hecha Star Wars mezcla referentes que van desde el cine oriental hasta los westerns clásicos.

Además, los contextos donde dos idiomas se entremezclan con naturalidad suelen ser vistos con condescendencia por los hablantes nativos de los idiomas que se fusionan. Por poner un ejemplo: el llanito de Gibraltar. Resulta habitual ver a personas riéndose de esa forma de hablar: suele mezclarse el paternalismo sobre el acento andaluz con la anomalía que supone escuchar el inglés que se combina alegramente con el español. Si nos vamos al cine de Hollywood, veremos que un idioma fronterizo como el inglés chicano también suele ir acompañado de prejuicios y estereotipos asociados a las comunidades latinas.

¿Por qué no es esta mezcla del lenguaje motivo de celebración? Quizás la defensa de fondo que puede hacerse a partir de “Panza de Burro” sea precisamente la del uso del lenguaje popular. Popular en el sentido de mestizo, mezclado, desprejuiciado. Tal y como describe Ronaldo Lemos en el documental “Good copy, bad copy” (2007), los orígenes del movimiento musical Techno-Brega se produjeron gracias al trabajo de cientos de productores independientes en las favelas del norte de Brasil. Lo que hacían básicamente era remezclar sin piedad toda la música que era popular en aquellos momentos. Y el método era simple: escuchar algo en la radio, buscarlo en Internet, descargarlo y samplearlo.

Me resulta inevitable pensar que en esta creatividad de la mezcla y la remezcla no hay un cuestionamiento al nacionalismo como concepto. En cualquier caso, no creo que ni dogmas ni patrias sean castillos hechos de piedra. Más bien son como corrientes marinas que luchan entre sí y en cuyas intersecciones es donde pasan algunas de las cosas más interesantes.

Cuarta parte: Chos, shit

Hoy ya son 16 meses sin ir a las islas. Volver a Canarias cada año para mi siempre ha sido volver a ser hijo. O nieto. A pesar de que el ritual siempre conlleva las lógicas tensiones: uno quiere los privilegios de ser hijo y el respeto de ser padre. En ocasiones me ha llegado a costar discernir qué de todo el universo que había en Canarias (Tenerife y Fuerteventura) era algo que me pertenecía, me hacía sentir parte de aquel lugar. Y qué era algo que rechazaba, que quería dejar atrás.

El verano pasado, ‘el verano de la pandemia’, comprobé que además del gofio, mi patria es mi familia. Y no pretendo romantizarla. La familia es un monstruo entrópico en el que a menudo nuestras identidades zozobran y se pierden en rituales absurdos que casi nadie cuestiona. Es un lugar donde se coge una anécdota (de hace 20 años) que representa un 1% de tu vida y se convierte en el 99% de quiénes somos frente a los demás. Es una isla pequeña, rocosa y a menudo mal comunicada. Pero a la vez, también es un refugio. Un lugar mitológico al que cuando se regresa se redescubre quien es uno, con sus sombras y sus luces.

Este era el estado de ánimo. Un confinamiento largo, lleno de memes y manualidades para intentar mantener la cordura de nuestras hijas y la nuestra propia. Una desescalada que nos permitió reconciliarnos con parte de la vida social que llevábamos a la vez que nos acostumbrábamos a extrañas pero indispensables burocracias. Y un desgarro que me ha acompañado todos estos meses por no poder volver a ver a parte de mi familia.

Empecé a leer Panza de Burro en el primer verano de mi vida que no piso las Islas Canarias. Un libro que ahora se une al gofio y forma parte de mi patria también. O matria. Y nuestro himno empieza así: chos, shit.

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