Cómo no ser Michael Jordan
Uno no se enfrenta a muchas situaciones que luego merecerían ser narradas como parte de un documental. Seguro que si repasas tu biografía personal tienes alguna anécdota que pudiera ser considerada épica o extraordinaria. Pero la mayoría de nosotros no pasaremos a la historia por ello. Ni tendremos página en Wikipedia. Somos el 99% (guiño-codazo).
Ver “The Last Dance”, el documental que narra el sexto anillo de Michael Jordan en los Chicago Bulls y el resto de su carrera deportiva, activa una parte de mi que está en constante lucha desde que tengo uso de razón: cómo ganar. Sé que es una parte de mi personalidad que entra en contradicción con muchas de las ideas que en teoría profeso en otros contextos: ¿se puede ser competitivo y defender la cooperación como sistema de organización del trabajo? ¿se puede estar obsesionado con ganar y defender sistemas no jerárquicos basados la redistribución de roles, recursos y poderes? Hagamos un flashback.
Mi padre era entrenador del 3 de Mayo, equipo de balonmano de la División de Honor española. Desde muy pequeño, tanto mi hermano mayor como yo, crecimos bajo toda una serie de enseñanzas en relación al deporte: la cultura del equipo, el esfuerzo compartido, la generosidad, el apoyo mutuo, el afán de superación. Íbamos camino de ser grandes jugadores de balonmano. Recuerdo haber sentido con mucha fuerza todo lo que tuviera que ver con ganar o perder. Tal era mi obsesión con ganar, que cuando jugaba contra mi hermano en la plaza de mi barrio ideaba un sistema infalible: si él metía un gol, sería gol mío; si yo metía un gol, sería doble gol mío. De esa manera, para mi era imposible perder. Y la victoria de mi hermano consistía en no perder, es decir, empatar.
Mi vida deportiva tuvo un momento álgido cuando yo era alevín. Con 11 años jugué una final del campeonato de Tenerife de Balonmano. Yo defendía la camiseta de Los Campitos. Era claramente una figura destacada en el equipo. Jugaba de lateral y era el máximo goleador de la Liga. Éramos un equipo, pero yo no me escondía, tomaba la responsabilidad de dirigir el ataque, a veces incluso como si fuera un central (que quién distribuye el juego). Ganamos. Recuerdo hasta el resultado: 23–17. Y que metí el último gol del partido, de penalty.
Las administraciones de Tenerife abandonaron el balonmano cuando el CD Tenerife subió a primera división de La Liga (meh). De forma muy obtusa, decidieron volcar sus apoyos en el fútbol base, dejando de lado a muchos deportes que ya tenían una salud razonable para una isla en los años 80. Quedaron mermados otros el baloncesto, la natación, el atletismo o el propio balonmano. El fútbol ganó. Y los otros deportes perdieron. Fue la primera vez que me di cuenta de que las derrotas no sólo se daban dentro de los terrenos de juego. La vida también te derrota a veces.
Paradójicamente acabé jugando a fútbol. Y a medida que han ido pasando los años, he matizado mucho mi relación con las victorias y las derrotas. Formar parte de un deporte que es arrinconado, dedicarme a otro deporte en el que no pasaba de un jugador del montón y darte cuenta de que ser bueno en algo es muy difícil, hace que sientas las victorias y las derrotas de un modo más racional. Luego descubrí que la competición como modo de vida también tiene un lado oscuro: que ganar a toda costa puede tener consecuencias gravísimas. Y es que hay muchas formas de ganar. Volvamos a Jordan. Flashforward.
El periodista deportivo Tom Ziller escribía una pieza hace unos días en la que cuestiona que el modelo de liderazgo y de competitividad de Jordan sea digno de admirar. Tanto en el artículo como en el documental se narran el episodio en el que dio un puñetazo a Steve Kerr. Y a lo largo de toda la serie parece quedar claro que había ocasiones en las que su mentalidad ganadora le hacían tratar mal a sus compañeros. Jordan se motivaba para ganar a veces incluso a costa de sus compañeros. O de cualquier cosa, tal y como narra de broma Ibai Llanos en su divertido vídeo que desvela la estrategia narrativa del guión de la serie documental.
¿Hace falta ser un abusón para ganar y llegar al punto de denigrar a los demás para conseguirlo? No. Lo prueban muchos otros modelos de jugador. En la propia historia de la NBA hay ejemplos anteriores a Jordan (Larry Bird o Magic Johnson, por citar dos) y posteriores (Tim Duncan o Stephen Curry, por citar dos). ¿Cómo ha envejecido el modelo de liderazgo que promueve Jordan? Mal. Le han pasado por encima el Black Lives Matter, los #MeToo y hasta el Ok Boomer. Por todo eso me acosté pensando al terminar el último capítulo: “Cómo no ser Michael Jordan”.
Lo que ocurre es que la frase puede ser leída de otra forma. Afirmar esto y marcharse sin más sería injusto con su figura. Este revisionismo histórico que niega los matices es uno de los problemas que tenemos en la era Twitter. Jordan suena como un coach empresarial que podría ser el mejor amigo de Margaret Thatcher, sí. Pero Jordan también es un chico negro de clase baja que llegó a un entorno hostil, se hizo hueco a base de currar y ayudó a convertir un equipo perdedor en uno de los equipos más importantes de la historia de la NBA. Y no parece que Jordan fuera un abusón cuando empezó.
Su comportamiento bordeaba los límites de lo cuestionable moralmente con respecto a sus compañeros, sí. Pero no es lo mismo pegar en la cara a alguien de tu equipo (MAL) que usar el trash-talking para motivar a su equipo en los entrenamientos o para desestabilizar a los rivales (BUENO, VALE). El estilo de Jordan no debe ser abrazado de forma unánime. Pero debemos rescatar lo que sí merece la pena. Y a mi lo que me parece rescatable de Jordan tiene que ver con una palabra que él mismo menciona en el último capítulo de “The Last Dance”. El oficio.
En un periodo mucho menos lustroso que alguna de las canastas que hizo en los últimos segundos de algún partido decisivo, se narra la filosofía de Jordan con respecto al que era su oficio: aprender de la derrota y pensar en cómo mejorar. Su historia podría haber sido otra muy distinta: un rookie que llega a un equipo desestructurado y que en una de sus primeras noches de hotel, abre una habitación y se encuentra al resto de sus compañeros bebiendo y metiéndose cocaína. Hay muchos precipicios en lo más alto y la mayoría no tiene la determinación como para seguir una línea que además de ser tediosa marca la diferencia entre alguien que destaca en su oficio o alguien que pasa a la historia: esa rectitud que raya la religiosidad pagana es lo que más me llama la atención de Jordan. Del Jordan de los inicios, o del del Jordan que aunque destacaba, no había ganado ningún anillo y se enfrentó a perder dos veces contra los Pistons.
Cualquiera que haya jugado a un deporte de equipo sabe que por muy bueno que sea un individuo y por mucho que mejore los promedios de éste, no se ganan 6 anillos de la NBA solo por un tío. Los equipos de baloncesto, tal y como muestra el documental, son entramados colectivos complejos donde cada pieza es importante: la propiedad, la dirección general, el entrenador…hasta un guardia de seguridad como Gus Lett. Y en un equipo de baloncesto ganador suele primar la cooperación, fundamentalmente.
No me cabe duda de que Jordan tiene más enemigos que amigos. Tampoco que hay cosas de su comportamiento que 30 años después generan sentimientos de rechazo o vergüenza. Pero también me queda claro que en el 99% también somos muchos los que queremos ganar. Quizás ya no aspiramos a protagonizar un documental pero sí a lograr nuestras metas, a conseguir que nuestros deseos se hagan realidad. Todo el mundo quiere ganar algo: una discusión, un partido, un espacio social o político.
Por eso Michael Jordan no se merece que hagamos un análisis de brocha gorda sobre su compleja figura. Ni él, ni nadie que haya sido de los mejores en su oficio. Y si algo he aprendido en mi historia es que amar y criticar son compatibles. Podemos copiar lo mejor de Jordan y obviar lo peor. Solo así sabremos cómo no ser Michael Jordan…y serlo a la vez.